domingo, 29 de abril de 2007

Here I come

Mochila en ristre, con más miedo que horas por detrás, pongo los pies en el nuevo continente. Esperaba tener tiempo para fumarme un cigarrillo tranquilamente, escrutando el horizonte, sopesando los pros y los contras… Pero nunca nada sale tal y como deseamos.

En el preciso instante en el que me iba a encender el puto pitillo, atisbé a lo lejos una pequeña bruma, acompañada de un ruido sordo… Una delgada línea que remarcaba el horizonte. Poco a poco esa linde entre el cielo y la tierra se fue haciendo más gruesa, menos uniforme. El sonido empezaba a ser atronador.

Con el cigarro solo colgando de mi labio inferior, entrecerré los ojos, intentando adivinar qué cojones era eso exactamente. Parecía, parecía un reguero de hormigas en marabunta, y sus pasos se encaminaban directamente hacia mi triste sombra, recortada levemente por el último rayo de sol del verano. Poco a poco empecé a separar figuras, a diferenciar pesadillas.

Cuando me quise dar cuenta de lo que se me venía encima, fue demasiado tarde como para salir por la puerta. Me di la vuelta y salí pitando por la misma pista de aterrizaje.

Los primeros en alcanzarme fueron los luchadores de capoeira, más dados a esto del ejercicio. Logré esquivar sus gráciles patadas y movimientos del escorpión gracias a mi portentoso estado de forma, curtido en mil batallas olímpicas y zapeos domingueros. No obstante, lograron retrasarme lo suficiente como para que el resto del variopinto grupo se me echara encima. Mientras que me quitaba de encima a docenas de camareros, esquivando sus estoques de espadas repletas de entrecots, noté que había bajado la temperatura de repente… O mejor dicho, que tenía más frío… Esto se debía a que, poco a poco, me iba quedando sin ropa.

Este hecho, sin lugar a dudas, me dejaba un poco descolocado. No entendía bien el porqué de esta situación. Así que, tragándome el trozo de pincho moruno que acababa de robarle a un garçon recién abatido, miré hacia mis pies.

Allí estaban docenas de mulatas de tetas más gordas y duras que las sandías, quitándome toda la ropa que llevaba encima, y gritando Somente nós queremos fazer una mamadinha. Ante la perspectiva que lo quisieran hacer todas a la vez, y viendo que algunas parecía que tenían los colmillos demasiado en punta, opté por no ser muy gato y preferir no curiosear, a lo que, con una maravillosa patada a lo Neo contra cientos de Smiths en Matrix Reloaded, me zafé de camareros, luchadores y berracas.

Sin echar la vista atrás emprendí de nuevo mi huida por la pista de aterrizaje. Sudado, en pelotas, y deseando poder encender la tele para escuchar a Yola Berrocal, empecé a llorar, desamparado.

Pero entonces, recordé las palabras del sabio. Supe al instante que lo podía conseguir. Con todas mis fuerzas, apreté los dientes, y sin dejar de correr, lo grité. Grité Solzimer… Y me empecé a elevar, el gentío me rozaba los pies con la punta de sus dedos, queriéndome, inútilmente, atrapar.

Y volé. Pasé por encima del aeropuerto. Por encima de las casas. Me elevé como una bolsa de plástico atrapada en una bolsa de aire caliente. Y supe que todo iría bien. Solzimer, Solzimer.